Un dantólogo peruano: in memoriam

Frans van den Broek

 Hace unas semanas recibí la noticia de la muerte en Lima del psicólogo peruano Leopoldo Chiappo, a la edad de 85 años. La recibí con tristeza, pues aunque no lo veía hacía algo así como diez años, le tenía mucho cariño, el que se profesa a un amigo, pero sobre todo el que se tiene por alguien a quien se ha considerado en algún momento de la vida nuestro maestro. No uso esta palabra con ligereza, y soy consciente de las asociaciones negativas que se han adherido a la misma, pero no tengo otra, ni creo que deba tenerla. La palabra tiene una larga tradición, por supuesto, y parece presente de una forma u otra en todas las culturas, quizá porque designa una función universal, cuyo ejercicio tiene diferentes niveles de compromiso y profundidad. Me viene a la memoria la representación que Platón se hace de la enseñanza en la carta séptima, donde compara la transmisión del conocimiento a la ignición de una candela por otra, al encendido de un fuego interior en el alumno por parte del maestro, que luego arderá por sí mismo. No exagero al afirmar que don Leopoldo Chiappo tuvo esa función para mí, de una manera más modesta tal vez, menos dramática que en las páginas de Platón, pero no menos importante en mi experiencia del mundo y de la vida. Son muy pocos a quienes puedo llamar de esta manera y entre ellos es, sin duda, el doctor Chiappo quien dejó una impronta más profunda y perdurable. Nadie se hace maestro de otro sólo por transmitir conocimiento, por abrirnos las puertas de su erudición o de su especialización, sino por aquella totalidad inasible que llamamos carácter o personalidad, por su cariño y respeto hacia nosotros, por el calor de su espíritu o la agudeza de su ejemplo y también por las circunstancias que lo hicieron presente en nuestras vidas en el momento justo y con el mensaje adecuado.

 El doctor Chiappo –así lo llamé siempre, a pesar de su insistencia en que lo tuteara- había sido mi profesor en la universidad peruana donde estudié biología y filosofía. La universidad es sobre todo conocida por su excelente facultad de medicina, pero siempre contó con un buen programa de ciencias y, por un tiempo, hasta con un pequeñísimo departamento de filosofía, en el que todavía pude estudiar. En aquellos años todos los estudiantes debían pasar por dos torturantes años de Estudios Generales, cuatro semestres en los que se daban todas las ciencias básicas, desde matemáticas hasta físico-química, pero la universidad había sido fundada al comienzo de los años sesenta –como escisión de la universidad de San Marcos- con un decidido espíritu humanista, aquel que le atribuye a la educación una tarea de formación ciudadana, no sólo profesional, de modo que todos debíamos estudiar también tres asignaturas de sociología, dos de literatura, una de psicología e incluso una de filosofía. Quien lo deseara, además, y si le quedaba tiempo, podía también tomar algunas de las asignaturas libres de letras que se daban en la facultad de ciencias y filosofía. Tras aprobar estos dos años, uno pasaba a los estudios facultativos propiamente hablando, organizados según el modelo americano, lo que permitía mucha libertad al alumno para escoger sus asignaturas. Cuento todo esto porque fue debido a este espíritu humanista y a esta organización, bastante moderna para su tiempo –hablo de finales de los años setenta y comienzos de los ochenta-, por lo que pude conocer de modo más íntimo al doctor Chiappo. Porque él era doctor en psicología y filosofía, no en biología o en medicina, y de seguro que en el clima actual de pragmatismo y entronque empresarial, hubiera tenido poca o nula oportunidad de tenerle de profesor.

 Recuerdo sobre todo su curso libre llamado “Tópicos selectos: psicología y humanismo”, que llevé teniendo la irresponsable edad de 19 años. No sé si la universidad tuvo tiempos más románticos e idealistas, o si la adolescencia me hizo proyectar en aquellos años esta imagen nostálgica, pero tengo la impresión de que entonces el conocimiento valía por sí mismo y no por lo que pudiera reportarnos en el futuro. Como fuera, esta asignatura del doctor Chiappo cambió el curso de mi vida de modo irremisible. Como indica el nombre, en principio se trataba de explorar las relaciones entre el humanismo y la psicología, pero aparte de algunos temas de los que se ocupaba el propio doctor Chiappo, el resto debía ser preparado por los alumnos con su ayuda y expuesto en clase. Por entonces el doctor había publicado un libro sobre Nietzsche, de modo que se encargó de exponernos las líneas generales del pensamiento de este escritor, pero también nos dio clases sobre la psicología humanista y el budismo zen, sobre todo la obra de D.T. Suzuki. Entre los temas escogidos por mis compañeros recuerdo uno dedicado al Haiku, expuesto de modo brillante por un descendiente de japoneses, A. Tsuneshige, hoy biofísico reputado, o uno sobre Wittgenstein y B. Russell, a cargo del actual director de doctorado de la universidad, J. Espinoza. Por mi parte, acababa de leerme la obra completa de Albert Camus, entendiendo poco, pero gozando mucho, así que escogí este autor como tema. Los debates que estas sesiones originaron se esparcían por el campus de la universidad y duraron años. Y esto fue consecuencia no sólo de nuestro entusiasmo adolescente, sino de la personalidad del doctor Chiappo, quien sabía inmiscuirse lo justo en cada tema e insuflar a cada uno de ellos su contagiosa alegría y curiosidad.

 Porque si algo conocía el doctor Chiappo eran las artes de la conversación y el relato, lamentablemente en declive en nuestros tiempos, al menos si debo atender a mis experiencias posteriores. El doctor podía entretenernos por horas sin que nadie diera muestras de cansancio o aburrimiento (me viene a la memoria una sesión de más de cuatro horas sobre la historia de la sexualidad, como parte de una asignatura sobre sexualidad humana, que sólo terminó por obligaciones de otro tipo, y que debía durar sólo una hora. Nadie quiso irse, y todos se hubieran quedado más de haber sido posible). No sólo era fascinante oír sus clases, que exponía de modo asequible y entusiasta, sino oírle contar cosas de su vida, que había sido algo agitada y hasta controversial. De ascendencia italiana en tercera generación, poseía aún los rasgos de carácter que asociamos a los habitantes de aquel país, una extroversión contagiosa, un pícaro sentido del humor, la seriedad de un niño mientras juega (al decir de Nietzsche), si era necesario, y un caminar saltarín que lo hacía reconocible a las leguas. Su padre había muerto atropellado por un camión, y alguna vez nos contó la imagen de su cabeza rodando por el asfalto. Él había nacido en Chosica, un pueblo cercano a Lima en dirección a la sierra, donde vivía su familia.

 Tras sus estudios en la universidad de San Marcos, se había doctorado en Madrid y había hecho estudios de posgrado también en los Estados Unidos de América, entonces en proceso de cambio y revolución cultural. Al doctor Chiappo se le reconoce el logro de haber traído a Perú la psicología científica moderna, y ganó un premio nacional por sus trabajos sobre configuraciones noético-perceptivas, precursores de los actuales estudios en psicología cognitiva. El panorama de la psicología estaba dominado entonces por el psicoanálisis, que el doctor Chiappo rechazó por su reduccionismo y carencia de rigor científico, aunque aceptaba algunas de sus sugerencias sobre el inconsciente y el rol de la sexualidad en la vida de los mortales. El doctor Chiappo, sin embargo, asignaba a la ciencia naturalista un rol importante, pero limitado por sus propias premisas materialistas, ya que consideraba que el ser humano era mucho más que una máquina compleja, y que el espíritu, como se lee todavía en la enseña de la universidad que ayudó a fundar, sopla donde quiera. Creía que cada método de conocimiento, llámese ciencia, religión, mística o arte, era útil y operativo en su propio terreno y que pretender invadirse unos a otros con el objeto de anularse sólo podía producir distorsiones que empobrecían el legado humano.

 La parte más controversial de su vida fue su participación en el gobierno revolucionario de la fuerza armada liderado por el general Velasco Alvarado (1968-1975), como asesor de educación y director de uno de los periódicos expropiados por el régimen. Siempre mostró lealtad para con ciertos ideales izquierdistas, aunque era consciente del peligro de las ideologías. Su experiencia con el gobierno de Velasco dañó su imagen pública –se trataba de una dictadura, después de todo- y le hizo decir más tarde que no se arrepentía de haber querido contribuir al cambio social en el Perú, pero sí de haberlo hecho con militares y en una dictadura. Durante los disturbios de febrero del 75 contra el régimen tuvo que montar barricadas en su propio periódico, dispuesto a pelearse por defender lo que consideraba justo. Pero antes que amargura política, como pude leer en una de sus anotaciones al margen de los libros que nos prestaba para prepararnos o para alimentar nuestra curiosidad, estos años le parecieron el mejor ejercicio zen que uno pueda imaginarse, ya que le obligaron a revisar sus presuposiciones, a examinar sus motivos y a desapegarse de ideas y emociones.

 Como había viajado mucho, nosotros le pedíamos que nos contara sus historias, a lo que accedía de buen grado y a veces era él quien preguntaba si nos interesaba tal o cual parte de su vida. Para nosotros, adolescentes perdidos en uno de los márgenes geográficos y culturales de occidente, el doctor Chiappo representaba una especie de ventana al gran mundo cultural de nuestra civilización. La adolescencia y la primera juventud no son renuentes a crear mitos, y para mí el doctor Chiappo estaba en posesión de algunos de los más preciados de entre ellos, compartidos por tantos sudamericanos, como el del exiliado viviendo en los centros intelectuales de Europa o codeándose con las luminarias del momento. Recuerdo muchas historias, pero no es lugar para repetirlas. Baste con algunas que evoco al azar. Había conocido, por ejemplo, a David C. Cooper, el afamado anti-psiquiatra, en una reunión en París, donde se sirvieron cócteles y galletitas de marihuana a discreción. Nos contó que Cooper parecía estar aparejado con una jovencita que, a su vez, daba muestras de hacerle poco caso e inclinarse por alguien más joven y atractivo también presente en la reunión. La conversación derivó hacia la situación mundial y Cooper se puso a contar que él tenía conocimiento, de buenas fuentes, de programas de exterminio masivo para controlar a la población mundial por medios biológicos y químicos. Sus historias se hicieron tan tremebundas que el doctor Chiappo nos contó que al final Cooper acabó llorando como un niño en su hombro, mientras Chiappo le decía “what happens, David, what’s the matter?”. Jamás se sabrá si David lloraba por la maldad humana o por la jovenzuela perdida, pero la historia, y la manera tan amena como la narró el doctor, impresionó nuestra mente adolescente, en un tiempo, además, en que la guerra fría era cualquier cosa, menos fría. Pocos años después Sendero Luminoso comenzaría sus acciones terroristas y guerrilleras.

 En otra ocasión nos contó su viaje a Japón. Mientras nos relataba los detalles del mismo no dejaba de hacer digresiones sobre la historia de Japón o la filosofía del budismo, y de hacer comparaciones con nuestra civilización, en lo que resultó al final en un ensayo de análisis cultural comparativo. Aunque apreciaba los logros de nuestra civilización, deploraba su pérdida de refinamiento espiritual y, de otro lado, advertía sobre los peligros del aislamiento cultural japonés, que le hizo perder objetividad y embarcarse en una aventura apocalíptica. Recuerdo también sus encuentros con Pedro Laín Entralgo, o el desayuno que tomó con Aldous Huxley, del cual elogió su silencio respetuoso más que lo que dijo, que fue poco. Como dije, nos contó muchas historias que encendieron nuestra imaginación y le atribuyo a ellas, al menos en parte, el origen de mi deseo de viajar y de exiliarme en busca de esa vida que sus relatos nos hacía vislumbrar.

 Entre nosotros, los alumnos, le conocíamos como el loco Chiappo. Me apresuro a aclarar que en Perú el epíteto de loco no es necesariamente negativo. Indica una personalidad algo excéntrica o extravagante más bien, fuera de lo común, y tiene incluso connotaciones de cariño y de respeto. Nadie podía competir con el doctor Chiappo a este respecto, por su comportamiento italiano y no pocas veces extraño, y por sus ideas inhabituales, sobre todo en una universidad de ciencias. No era infrecuente hallarlo tendido en medio del jardín principal del campus, como un faquir en estado de trance –siempre fue muy delgado, de nariz larga e inquisitiva, de ojos vivaces y sonrientes-, con los ojos cerrados, pensando en vaya uno a saber qué. A menudo también se le veía paseando con un libro en la mano, solitario y ensimismado, musitando tal vez algunos pasajes.

 

Con los años, dicho libro se convirtió en un solo libro, al que dedicó sus últimas décadas de vida, La Divina Comedia de Dante. Su amor por la Comedia se convirtió en obsesión creativa y llegó a sabérsela de memoria en el italiano original. Si uno le recitaba cualquier pasaje de sus más de treinta mil versos, él sabía al instante de qué canto procedía y cómo seguía el poema. Escribió varios libros sobre Dante, y alguno que otro sobre temas aledaños, como la psicología del amor, pero no he podido seguirlos todos por la distancia. Mi preferido seguirá siendo, me temo, el primero de la larga serie, llamado “Dante y la psicología del infierno”, en el que explora los contornos de una suerte de psicología fundamental mediante la lectura de pasajes escogidos del infierno de la Comedia, una psicología influida por sus lecturas de filosofía y de mística, y cercanos a la psicología humanista clásica, pero enriquecidos por la potencia poética de Dante. En él describe al ser humano como enfrentado a una serie de posibilidades existenciales que le obligan a tomar decisiones que determinarán su destino espiritual. Se vale de categorías clásicas como las del amor y el desamor, la significancia y la insignificancia o el conocimiento y la ignorancia, para explorar el universo metafísico y ético de Dante, y, con ello, nuestro predicamento humano. Leerlo significó para mí muchas cosas, pero sobre todo orientación en los confusos tiempos que me tocó vivir y un amor por la Comedia que jamás se ha desvanecido, aunque jamás haya llegado a la devoción del doctor Chiappo. Tal fue su entrega a este libro, que empezó a considerarse a sí mismo un dantólogo, y a afirmar que todo lo que uno necesitaba saber espiritualmente, lo había dicho Dante en tales versos.

 

Como diría el alter ego de Saul Bellow de su personaje Ravenstein, es difícil despedirse de hombres como estos, aceptar su ausencia de nuestra tierra. Sé que lo primero que haría el doctor Chiappo, de leer estas líneas, sería reírse con ganas y obligarme a retirarlas. Sé que suenan melifluas o cursis, pero pido por ello perdón al loco Chiappo por evocarle de esta forma y perdón también al amable lector que ha llegado a este párrafo. Valga como agradecimiento por haber sido durante toda mi vida un punto de referencia, al que no siempre he seguido, pero al que se tiene siempre por encima del hombro, viviendo con uno, pensando con uno, escribiendo con uno. Lamento no haberle buscado en los últimos años, pero ya es tarde para lamentos. Que sepa que, a pesar de mi negligencia, de mi silencio, de mi estupidez, me es difícil no pensarle en este mundo y despedirme de él de esta manera. Resquiecat in pace.

8 comentarios en “Un dantólogo peruano: in memoriam

  1. En un primer vistazo en diagonal me lo guardo para leerlo con calma en casa. Puede dar mucho de sí lo del ejercicio ZEN, le entiendo… pero necesito una lectura tranquila y será de agradecer con las cosas que pasan en España. Lectura zen, me irá bien. Me interasaría leerle una historia del Perú en un sólo artículo, por lo menos una del siglo xx, ¿se atreve o la tiene por ahí?

  2. Buenos días!!

    Frans, que artículo más interesante y qué persona más interesante el doctor Chiappo, también me hubiera gustado tenerle de profesor, y no digamos de amigo, vamos, cualquier acercamiento que me hubiera aportado algo de lo que le aportó a usté… Esta noche lo vuelvo a leer.

    Zennnnn… esa soy yo!!…jeje

    Saludos!

  3. Otras veces me cuesta leerle, al final hoy lo he hecho enterito y me ha gustado. Hay que ser agradecido con los maestros y lo que nos hacen pervivir en cierto concepto de vida y cultura.

  4. Pues, tras leer este y cada uno de los artículos del Sr. Van den Broek, ya me gustaría tenerle a él como maestro. Qué lujo para cualquier blog.

  5. La verdad es que cuando escribe Frans van den Broek ,el tiempo se detiene y da vertigo volver a la realidad.
    Ver como Permafrost le mira con los mismos ojos que yo le miro a el,me hace pensar que por encima de Dios esta El Universo de Frans.

    En fin,volvamos a la tierra que da cobijo al doctor Chiappo…..gracias Frans.

  6. Precioso el homenaje de Frans al doctor Chiappo. Un lujo contar con él, como dice Permafrost. Que no deje este blog nunca.

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