Primavera árabe: el árbol y las nueces

Barañain

El fin del régimen de Gadafi y la celebración de elecciones en Túnez son un buen pretexto para hacer balance –siquiera provisional- de la llamada “primavera árabe” y  para sacar algunas conclusiones de lo que está ocurriendo. De entrada, hay que reconocer que la caída de tres veteranos dictadores (en Túnez, Egipto y Libia) es ya un balance muy positivo, inimaginable hace apenas unos meses. Pero, aunque sea prematuro cualquier juicio crítico,  no puede ocultarse una cierta inquietud –y quizá decepción-, por el cariz que las cosas van tomando en los distintos países afectados, y su distancia respecto a la imagen que se proyectaba al comienzo de la revuelta. 

 Quizá lo que haya que reconsiderar sean nuestras expectativas, a partir de una percepción más realista sobre los agentes del cambio. En Occidente parece haber amainado el entusiasmo con que se recibió una movilización popular –sin precedentes desde luego-, liderada supuestamente por una generación de jóvenes instruidos pero sin futuro que,  ajena al islamismo militante y armada sólo de sus móviles y redes sociales, deseaba  alcanzar una mínima modernidad para  sus atávicas sociedades. Esa era al menos la imagen dominante en esa especie de sociología árabe de urgencia que machaconamente se nos transmitió.

 Ya apenas se habla de esos movimientos juveniles. Su protagonismo –que existió sólo cuando se encendió la mecha -, ha pasado a un segundo o tercer plano en el mejor de los casos y la presión para los cambios viene, ya abiertamente, de la mano del islamismo político más o menos radical. Lo que condiciona bastante el sentido de tales cambios. Difícilmente podía ser de otra manera, pero no eran pocos los que, confundiendo sus deseos con la realidad,  imaginaban un panorama distinto, en el que el islamismo sería simplemente “un agente político más” en el seno de democracias pluralistas.  Así se nos contó. Y, efectivamente, en un principio los islamistas, discretos, no acaparaban las manifestaciones. Ahora, sin embargo, se disponen a hegemonizar el cambio. O, como en el dicho atribuido a nuestro Arzallus, a recoger las nueces caídas de los árboles que otros empezaron a sacudir.  Haciendo de la necesidad virtud, los más optimistas nos dicen  que dejemos de preocuparnos por el islamismo e incluso alguno -como en un reciente reportaje de la revista Time- nos sugiere que “aprendamos a amarlo”. (*)

 Una segunda evidencia es que -pese a los trazos comunes con que se describió en occidente el fenómeno de la primavera árabe-, los procesos en los distintos países no han seguido un mismo patrón. Y ni siquiera en los países donde se ha derrocado a sus dictadores las perspectivas son semejantes. A Libia le espera un largo camino de institucionalización –convertir en una nación lo que no es más un mosaico tribal-, y el aprendizaje de la reconciliación, pero los nuevos mandatarios lo primero que han querido dejar claro es la primacía que tendrá la ley islámica (sharia),  en su ordenamiento legal. Y ya se escuchan voces de quienes temen que sólo se haya sustituido una barbarie por otra. Al menos, es de suponer que estén enseguida en condiciones de recuperar su potencial económico. Túnez ha celebrado sus primeras elecciones abiertas, con un resultado aún más favorable del que se preveía para el partido islamista, que también aboga por imponer la sharia, en un país de fuerte tradición secular. Y en Egipto, la pieza más importante por su peso en el mundo árabe, los militares no han mostrado excesivo interés por acelerar la democratización y como preludio de la hegemonía islamista que se avecina también aquí, se ha agudizado la agresividad contra la minoría cristiana (copta). En ambos casos, Túnez y Egipto, la crisis económica ensombrece su proceso político. 

Tercera conclusión: en estos tres países, tras la caída de sus respectivas  dictaduras, y aún con diferencias entre ellos,  no se ven aún bases suficientemente sólidas como para   garantizar que se instauren unas democracias representativas, pluralistas y respetuosas de los derechos humanos. Aunque, sin duda,  el despotismo y crueldad de algunos de los dictadores depuestos, hace suponer que cualquier recambio difícilmente será a peor.

 ¿Y en el resto de países sacudidos, en mayor o menor medida,  por la primavera árabe? El sirio Bachar El Assad no se da por enterado de lo que ocurre a su alrededor y sigue apostando por la represión. Y es tan brutal que no puede beneficiarse ya de la invisibilidad mediática de que disfrutan otros colegas suyos. Como en Yemen, donde el dictador resiste y en Bahrein, donde  los saudíes han dejado claro, con su intervención militar en apoyo del régimen, que hay líneas que no permitirán que se traspasen. En la propia Arabia saudí, en realidad, no ha habido primavera política alguna y de momento lo único que cabe esperar en ese país donde los príncipes herederos mueren octogenarios es que se suavicen las costumbres más cavernícolas y una mujer al volante, por ejemplo, no se exponga a latigazos de castigo. De Argelia no llegan ya noticias de protestas, como corresponde a un régimen que controla férreamente la calle. En Jordania y en Marruecos, contrapuntos benignos,  las movilizaciones, cada vez más minoritarias, han servido de acicate para las reformas impulsadas por sus monarquías respectivas.

 Entre los palestinos, en fin, la primavera árabe se ha contemplado como si fuera tan sólo el contexto adecuado para reverdecer la defensa internacional de su reivindicación nacional, y nada tuvieran que decir respecto a su democratización. (Y eso que, curiosamente, en noviembre del año pasado, fue entre los jóvenes de Gaza donde se empezó a detectar un inusitado movimiento de reivindicación de libertad  -más allá de la cuestión  soberanista-, a través de las redes sociales,  antes de que surgiera la chispa de Túnez; no parece que ni el régimen policíaco de Hamás ni la gerontocracia de Abbás  se hayan dado por aludidos).

 Una última y obvia evidencia: los cambios se han producido sólo allí donde las fuerzas armadas han dejado caer a sus tiranos (en Túnez y en  Egipto) o allí donde se ha producido una intervención militar  exterior con esa finalidad (en Libia, como antes en Iraq). No ha sido la movilización popular –por masiva que haya sido -, el factor determinante por sí mismo. Allí donde los militares mantienen su fidelidad al tirano de turno no hay cambio a  la vista y esos dictadores, aferrados a la idea de que “resistir es vencer”,  confiarán en que, superado ya el momento más crítico, el cansancio y la desesperanza de sus opositores los conduzcan de nuevo al redil.

 ¿Cabe esperar que caigan nuevas piezas? Para los más optimistas, “el genio que ha escapado de la botella no se dejará introducir de nuevo en ella” y el cambio, pese a los altibajos, es imparable. Para los pesimistas -¿o realistas?-, la movida popular árabe ya no da más de sí y bastante tendrán los pueblos que han derrocado a sus tiranos con preservar los mejores brotes de su primavera del invierno islamista que los amenaza. 

 (*) No pongo el enlace para no ser cómplice de difundir tonterías, aunque procedan de cabeceras ilustres.  En su lugar, una visión mucho más sensata sobre la ideología del islamismo político: la del marroquí Zouhir Louassini en su artículo “Islam político 2.0”.  http://www.elpais.com/articulo/opinion/Islam/politico/elpepiopi/20111025elpepiopi_5/Tes

6 comentarios en “Primavera árabe: el árbol y las nueces

  1. ¡Fino análisis! Debatiría, pero sospecho que no voy a estar a la altura de quien el 20 de octubre escribía aquí mismo: «Gadafi muerto. ¡Qué bien! ¡No seré yo quien lamente que no se le haya capturado y enjuiciado!». ¡Qué bien!: la tortura, la sangre, la ejecución sumaria… Como cuando fusilaron a los de la flotilla, ese suceso tan gracioso que le inspiró la broma de traer aquí un montaje con la música del Barco del Amor.

    Abrazos para todos.

  2. Escribe Barañaín: » los cambios se han producido sólo allí donde las fuerzas armadas han dejado caer a sus tiranos (en Túnez y en Egipto) o allí donde se ha producido una intervención militar exterior con esa finalidad (en Libia, como antes en Iraq). No ha sido la movilización popular –por masiva que haya sido -, el factor determinante por sí mismo.» No estoy de acuerdo. Si no es por la persistente, valiente y prolongada sublevación popular, los militares no hubieran hecho nada. En el caso de Egipto, los militares no estaban a favor de los atrincherados en la Plaza Tahir, pero tampoco estaban dispuestos a dejar que la temida fuerza policial hiciera una sangrienta represión que acabaría manchandoles de sangre a ellos también. Pidieron instrucciones a EEUU y fueron Obama y Clinton los que les dijeron que se opusieran a la violencia. Y como reciben una cuantiosa subvención americana, actuaron en consecuencia. En Tunez, ocurrió algo parecido, el dictador se apoyaba en la fuerza policial y mantenía una reducida fuerza militar. Pero, antes de verse involucrados en una sangrienta represión, pidieron instrucciones a los militares franceses, que por vergüenza de como Francia había estado apoyando al dictador, les dijeron claramente que se opusieran a la policia. Pero insisto, si las manifestaciones populares hubiesen sido de corta duración y persistencia de modo que la policia las hubiese cercenado, los militares no hubieran hecho nada.

    En ambos casos ocurre lo mismo que en Marruecos y Jordania. En todos estos paises hay una mayor penetración cultural occidental sobre todo en la clase media y alta. El dictador de Tunez trataba a toda costa mantener la apariencia de una democracia. El de Egipto tenía como pretexto que sin él los islamistas se apoderarían del Estado y se terminaría la paz entre Egipto e Israel.
    A mi lo que me llama la atención es el tono despreciativo de Barañaín respecto a estos avances de culturas musulmanas hacia la democratización. En España, se tardó todo el siglo XIX y parte del XX en institucionalizar una democracia y rechazar la dictadura de una religión única. Fueron muchos enfrentamientos y etapas alternativas de gobiernos conservadores y liberales los que finalmente acabaron por instaurar la democracia como la forma de gobierno mejor.

  3. 3
    Usted mismo confirma, con su lamentable estilo -por llamarlo de algún modo-, su sospecha. Efectivamente, no está a la altura. Pero no desfallezca, puede mejorar si persevera. Lo de su antisemitismo ya lo veo más difícil pero, en fin, conversiones más radicales se han visto.

    ¿Lo de «Â¡Qué bien!: la tortura, la sangre, la ejecución sumaria…» supongo que lo dirá en broma, no? No me imagino a tan ilustre «gasolinero» jaleando esas cosas.

    4
    Ardo en deseos de verificar eso del «avance de culturas musulmanas hacia la democratización». Pero me temo que no va a ser eso lo que, a corto plazo, veamos….. al menos en Libia y Egipto.

  4. El 20 de octubre, Barañain dijo:

    “Gadafi muerto. ¡Qué bien! ¡No seré yo quien lamente que no se le haya capturado y enjuiciado!”.

Deja una respuesta