Cambio climático

LBNL

Es una pena que Donald Trump no se pase por España estos días. Hasta el primo de Rajoy debe haber aclarado sus dudas estos dias de calor infernal. Es cierto que no se puede determinar completamente que los records de temperatura que año a año vamos batiendo en el conjunto del planeta se deban en exclusiva a la contaminación provocada por la especia humana. Ciertamente, el planeta registra ciclos climáticos de largo alcance autónomos pero, a estas alturas, nadie en su sano juicio niega el efecto acelerador de la contaminación humana. Nadie. Nadie en su sano juicio. Obviamente eso excluye a Trump y a todos sus seguidores ávidos consumidores de teorías conspiranoicas. Pero ni siquiera estoy seguro de que Trump dude del cambio climático. Más bien, pasa del tema porque afrontarlo tiene costes ciertos y, en cambio, no afrontarlo solo tiene costes inciertos que, quizás, la Humanidad pueda resolver posteriormente con tecnologías hoy no desarrolladas.

Tras montar un pollo tremendo en la reciente Cumbre del G7 en Taormina negándose a suscribir un comunicado conjunto, Trump anunció la retirada de Estados Unidos del histórico acuerdo de París por el que casi todos los países del mundo habían asumido, voluntariamente, reducir sus emisiones de CO2 para al menos frenar el aumento de las temperaturas globales. La reacción negativa fue unánime, con la Unión Europea al frente, de la mano de China. Los principales emisores de CO2 van a seguir adelante y van a hacer todo lo que esté en su mano para que EE.UU. quede auto marginado.

En realidad no tanto porque son legión los Estados y las ciudades norteamericanas que han declarado que van a seguir adelante con la ejecución de los planes de reducción de emisiones con independencia de lo que piense su Presidente. Hasta la industria norteamericana contaminante, cuyos intereses dice defender Trump, se ha desmarcado en gran medida consciente no tanto del daño que genera su actividad como de las oportunidades de negocio que supone la economía “verde”. Es decir, ahora que las energías renovables han reducido sus costes sustancialmente, no tiene ningún sentido insistir en la producción y combustión de carbón que, además de contaminante, resulta menos rentable.

Trump no es un conservador al uso pero trabaja en sentido contrario a la historia. La buena noticia es que, dentro de unos años, quizás solo meses si la investigación sobre las complicidades con el Kremlin prosperan, Trump será un mero accidente cuyas decisiones sobre el cambio climático resultarán completamente estériles a la par que absurdas e insolidarias.

La mala noticia es que no sabemos si la ejecución del Acuerdo de París será suficiente para evitar el fin de un mundo habitable para la especie humana. Pero por lo menos habremos ralentizado nuestro suicidio y, con el desarrollo de nuevas tecnologías, es posible que consigamos reducir las emisiones muy por encima de lo que hoy constituye un difícil objetivo a alcanzar.

La fusión fría – energía ilimitada no contaminante y gratuita – sigue como siempre, a la vuelta de una esquina que, pese a que pasan los años, permanece como el vellocino de oro que podremos alcanzar dentro de unas cinco décadas. Pero la energía solar, la eólica y otras renovables, ya suponen porcentajes sustanciales del mix energético de los países más industrializados. Al punto que es prácticamente descartable que el petróleo vuelva nunca a pasar de unos cincuenta o sesenta dólares el barril, excepto crisis puntuales de suministro a corto plazo provocadas por una crisis radical de suministro como podría ser un agravamiento de la tensión en el Golfo.

Esto es así por una combinación de factores. Además de la mayor eficiencia de las energías renovables, el desarrollo del mercado del gas natural licuado y también el “fracking” o fracturación hidráulica, impiden ya que el precio del petróleo pueda volver por sus fueros. Lo cual tiene una doble lectura porque, obviamente, el petróleo “barato” es un incentivo para su mayor consumo. Pero también un desincentivo para la inversión en la prospección y desarrollo de nuevos yacimientos, necesariamente cara y necesitada de un horizonte temporal prolongado para su rentabilidad.

En la actualidad, es casi ya más rentable invertir en parques solares masivos, como por ejemplo en el Sahara, que aprovechar el deshielo del Ártico para tratar de explotar el petróleo que abriga su subsuelo. Y cada vez lo será más. Por no hablar del carbón que Trump pretende defender, que jamás recuperará su peso en el mix energético norteamericano por más que se empeñe, para desgracia de sus votantes hoy desempleados por el cierre de las explotaciones alrededor de las que trabajaban.
En absoluto pretendo afirmar que la batalla está ganada. Al contrario, como sugería antes, puede que la guerra esté ya perdida, bien porque la tendencia al calentamiento subyacente sea más autónoma de las emisiones industriales de lo que consideramos, bien porque el daño provocado por estas sea ya demasiado elevado como para evitarnos décadas de huracanes, inundaciones y olas de calor que acaben con la vida de centenares de miles de personas.

Lo que afirmo es que las decisiones del pazguato de Trump no van a tener ningún efecto relevante. Evidentemente sería mucho mejor que Estados Unidos co-liderara la lucha mundial para reducir las emisiones globales. Pero las emisiones se van a reducir si o si, tanto por el compromiso decidido del resto de la comunidad internacional como por cuestiones de tecnología y rentabilidad que hoy ya juegan a favor de una actividad económica mucho menos contaminante en los años venideros.

No es un gran consuelo para soportar la ola de calor que estamos padeciendo, que sobrellevamos malamente tirando del aire acondicionado, que alivia a corto plazo pero no hace sino incrementar la combustión de energías fósiles y por tanto también agravar el calentamiento global. Pero no viene mal tener claro que Trump no va a conseguir revertir el curso de la Historia pocos meses después de que la Humanidad, prácticamente en pleno, haya conseguido por fin ponerse de acuerdo para afrontar mancomunadamente la gestión de la mayor amenaza conocida para nuestra supervivencia como especie.

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