Sentimiento y nación (1)

Lope Agirre

Existe una creencia o teoría convertida en creencia, no demasiada discutida pero aceptada casi en su totalidad, que afirma que el nacionalismo es un sentimiento. Es la afirmación perfecta. Al ser, según dicha teoría, el nacionalismo un sentimiento, se evita la necesidad de explicar sus razones de manera razonada o razonable; se hace evidente aquella afirmación de Pascal, tan conocida y tan usada, aun fuera de contexto: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Sobre sentimientos cabe discutir, no razonablemente, sino acaloradamente, incluso apasionadamente, pero no por ello se extraen consecuencias lógicas y aplicables a la práctica política diaria. Por otra parte, difícil es regular sobre sentimientos. Se acepta que cada cual tiene los suyos, que son legítimos todos ellos, además de dignos, y que, confieren al portador, asimismo legitimidad, dignidad y algo más, ese no sé qué del sentimiento. Ha sustituido a la verdad; la verdad del sentimiento ha arrinconado el sentimiento de la verdad. Sin embargo, pocas cosas son más manipulables, susceptibles de transformarse en mentira, como los sentimientos.

El nacionalismo no es un sentimiento, va más allá del propio sentir. Un sentimiento es una idea, una idea del cuerpo  y, de manera todavía más concreta, una idea de un determinado aspecto del cuerpo, su interior, en determinadas circunstancias. Un sentimiento de emoción, por poner un ejemplo, es una idea del cuerpo cuando es perturbado por el proceso de sentir la emoción. El sentimiento es, por decirlo de otra manera, una percepción. Los objetos y acontecimientos que los originan están en el interior del cuerpo y no en su exterior. Un sentimiento es como un espejo que representa imágenes.

Para que se produzcan sentimientos es necesario, en primer lugar, que exista un organismo que no sólo posea un cuerpo, sino también un medio de representar la imagen de dicho cuerpo en su interior. En segundo lugar, se requiere que el contenido del sentimiento sea conocido por parte del organismo; la conciencia es, por tanto, un requisito. Pero la relación entre sentimiento y conciencia es muy delicada e inestable. No podemos sentir si no somos conscientes, pero no siempre somos conscientes de nuestros sentimientos.

El nacionalismo se vale del sentimiento de pertenencia a una determinada comunidad; es su proyección política. En el fondo de tal sentimiento de pertenencia está la adscripción mental e imaginaria que todos, o casi todos, los seres humanos tenemos al espacio en la que hemos nacido, vivido, al lugar donde nos hemos casado y trabajamos, al trozo de tierra en el que hemos enterrado a nuestros padres, parientes, amigos y allegados. La patria, que es un concepto afectivo, expresión de la naturaleza humana, se convierte por la acción política del nacionalismo en nación. La patria está antes que la nación; igual que la emoción es anterior al sentimiento.

No nos equivoquemos. Sentir no es un proceso pasivo; el sentimiento no es una pasión. Activar aún más el sentimiento patriótico y elevarlo a categoría política ha sido tarea de los nacionalismos, desde que surgieron. Antes tuvieron que dar forma, recrear, el imaginario que identificase colectivamente al conjunto de hombres y mujeres que formarían, imaginariamente, la patria, o la patria imaginaria, y al recrear al patria, la inventaron, y la dotaron de símbolos propios y diferenciados de otras construcciones asimismo simbólicas y patrióticas.

El nacionalismo vasco, como el español, en su forma actual, es consecuencia de la perdida del poder imperial, tras la guerra de Cuba. Sabino Arana, como su contemporáneo Unamuno, es un hombre aquejado por el mal del siglo, que no es otro que el de la decadencia española. Ambos eran de Bilbao, lo cual no es broma. Unamuno trató de justificar por qué era necesario seguir siendo español; Sabino Arana, por qué había que dejar de serlo. Tal es la dicotomía. Eran hombres del 98. En el origen del nacionalismo vasco late la sensación de pérdida; también en el origen del nacionalismo español. Tanto a Arana como a Unamuno les baila la identidad.

El nacionalismo vasco desde Sabino Arana, más que cambiar, ha ido adecuándose y adaptándose a las circunstancias, no por supervivencia, sino por mantenerse en el poder. Lo hizo durante la República, y lo ha hecho desde 1980, año en que Garaikoetxea fue nombrado lehendakari. Es el poder y su mantenimiento la razón de ser del nacionalismo vasco. Lo  demás es simbología y ruido.

Los símbolos patrióticos le sirven para aglutinar a una gran parte de la sociedad en torno a su proyecto; y el ruido, para que esos símbolos sean aceptados sin discusión. Los nacionalistas vascos, utilizando los recursos del estado, para ellos asignados, han intentando convertir a la mayor parte de los vascos al nacionalismo. También es cierto que muchos de los símbolos que utiliza, institucionalizados a través del estatuto de Autonomía, han sido aceptados, asumidos y defendidos por la sociedad. La ikurriña, por poner un ejemplo, era la bandera del PNV y, luego por extensión, de los demás nacionalistas. Hoy en día, está asumido como símbolo por toda la sociedad. Los años no pasan en balde, lo cual es un triunfo de los ciudadanos, y, a la vez, una derrota del nacionalismo, porque si el imaginario colectivo es cada vez más uniforme, se queda el nacionalismo ideológico sin terreno por el que transitar, con sus diferencias y diferenciaciones.

Nada molesta más al nacionalismo que su patria se parezca a otras. Buscan la diferencia, lo que en tiempos de globalización es tarea hartamente difícil. El nacionalismo vasco se encuentra en una encrucijada: sin que haya más nacionalistas, sus símbolos más importantes han sido socializados y nacionalizados, integrados, en definitiva en la marea humana de los ciudadanos. No se ha alcanzado su proyecto último, la independencia, pero el margen de autonomía es grande. A partir de ahora, puede incidir en la búsqueda de la independencia, utilizando las vías posibles y las otras, o llegar a un pacto con las fuerzas no nacionalistas para gestionar la autonomía existente y profundizar en la democracia. En Euskadi convive una sociedad plural que no está suficientemente, ni debidamente, representada en sus instituciones.

El nacionalismo ha sido, y es, bastante insensible a la realidad plural. Cuando, por mantenerse en el poder, ha aceptado al otro, lo ha sido aparentemente, y de manera instrumental. La aceptación verdadera de la pluralidad supondría la aceptación del imaginario y de los símbolos no nacionalistas, y la convicción de que el poder en una sociedad plural y democrática, nunca es un fin, sino un medio para alcanzar el bienestar máximo de los ciudadanos. Creo que cualquier alternativa al nacionalismo debería ser consciente de esa realidad, de la cada vez mayor uniformidad entre los ciudadanos, consecuencia de vivir en una sociedad global, y también de la aceptación y asunción de la mayoría de unos símbolos que, en principio, sólo fueron de los nacionalistas. Se equivocaría si supusiese que, a partir de ahora, el quehacer político es dejar que el nacionalismo siga “imaginando” esta comunidad. Hay ideas que el nacionalismo no quiere abandonar, que hay un conflicto entre España y Euskadi, aunque a la mayor parte de la ciudadanía ha dejado de preocuparle el tema, que los vascos llevamos siete mil años en el sitio, que el “enemigo” está en Madrid. Ecos de lejanas proclamas, cada vez más agudas. El nacionalismo se está quedando desfasado. No hay más que ver la representación imaginaria de los vascos que transmite ETB. Del mito se ha pasado al kitsch. Lo que nos enseñan hace tiempo que dejó de ser real, incluso para los euskaldunes, tan dados a mistificaciones. El vasco al que se dirigen y al que se supone que representan no existe; es ficticio, pura invención literaria. El nacionalismo vasco ha utilizado sentimentalmente, y patéticamente a veces, los símbolos. No ha fomentado el euskera por ser un idioma y un instrumento de comunicación, que tiene su utilidad y valor en el mundo moderno, dentro de la cultura vasca, y sin contraponerse u oponerse al español o castellano, sino que su uso ha ido dirigida desde el supuesto amor a la lengua. No han argumentado razonablemente sobre la lengua vasca, sino que, con la excusa del amor o cariño hacia la misma, han dividido la sociedad entre los que aman la lengua, y por extensión la patria, y los que no aman la lengua y, por extensión, tampoco la patria. Es difícil medir los sentimientos; pero su utilización política, no sé si será inmoral, sí insana. Todos amamos a nuestros seres queridos, todos tenemos afectos hacia las personas que conviven con nosotros, pero elevar el sentimiento a categoría política es un auténtico disparate. Es crear algo sobre la irracionalidad; y ya se sabe que lo irracional en política conduce al fascismo, o casi. El casi es muy importante, creo yo.

Continuará….   

 

59 comentarios en “Sentimiento y nación (1)

  1. «no dice ni mu»…..

    Y dale con el Cabestro de BONO!!! je, je, je.

    Como se puede ver el canal parlamento? Ke es donde deben estar todos ustedes….

  2. He leído por la mañana el artículo de Lope Agirre y me ha parecido muy bueno y digno de reflexión y rato para pensarlo. No he tenido el rato en todo el día, ni para el artículo ni para los comentarios. Primero por trabajo, luego por debate que me he tragado casi íntegro. Mañana lo leeré todo. Saludos.

  3. ¿le dirá a Zapatero como le decía antes que una gran parte de los socialistas la apoyan a ella y no a él? 300.000 frente a 11.000.000 una gran parte, sí.

  4. Amigo Cicuta (29). La Moraleja insiste en separarse como ciudad de Alcobendas, seguramente no son viables como estado, aunque hay estados poco mayores, pero afirman, con razón, que lo son como ciudad. La razón no tiene nada de sentimental, son absolutamente ricos y muchiplican la renta de Alcobendas. Parece ser, según he leído por ahí, que es el tamaño absoluto de la economía lo que mejor predice las reivindicaciones secesionistas. En todo caso, yo diría que esto es uno de los asuntos importantes. Luego está, se diría que en el polo opuesto, aunque sorprendentemente unido, el sentir nacional, el amor a la tierra, la religión o los derechos históricos. No digo que esto agote el repertorio de ideas nacionalistas, digo que ninguna de estas cosas me despierta simpatía. Simpatizo con el escepticismo de los nacionalistas (digamos periféricos) hacia el nacionalismo español, y supongo que de ahí viene su connubio con la izquierda, pero ni me gusta el remedio ni me gusta la enfermedad.
    Si me sacan de lo de «conjunto de ciudadanos iguales que ostentan la titularidad de la soberanía de un estado» prefiero decir que no sé lo que es una nación. Las naciones se oponían, en la idea republicana que todavía subsiste vagamente, por ejemplo, en parte en la cultura política americana, al autócrata y a su élite dominante, no a otras naciones. La homogeneización cultural, la lealtad al estado, y otros cambios, son, en parte, consecuencia del gobierno representativo, un lodo más o menos inevitable de aquello. Uno puede añorar el tiempo que en a Kant, que era del mismo pueblo que H. Arendt, le confirmó en su cátedra un gobernador ruso, en tierra conquistada, sin que fuera necesario después desrusificarlo al volver a soberanía prusiana, pero eso era posible en un tiempo de autócratas, que se contentaban con poco porque daban poco. Ahora no hay autócratas (aunque la poca feliz historia del gobierno popular en España puede que esté ligada a la proliferación de proyectos nacionales, no lo sé), por tanto la afirmación nacional como parte del proyecto democrático que consiste en despojarles de la soberanía no puede repetirse.
    El nacionalismo organizado como partido es una ideología como otras, con su «consitituency» de párrocos, maestros, periodistas y secretarios de ayuntamiento, que buscan en ello sus fines como otros lo hacen en otros partidos. Cuentan historias un poco más truculentas, porque si el propósito es romper un estado democrático no hay más remedio que inventarlas, dado que, aunque no sea imposible, es difícil que la propuesta pase el filtro democrático. Pero, es cierto, no pasaría nada porque ese filtro estuviera regulado más explícitamente.
    En España se dan, me parece, las conciciones para hacer un gran país muy poco nacionalista, dado que la inmensa mayoría de los Españoles no nos tomamos la España de Bono demasiado en serio. Y, a pesar de toda la evidencia anecdótica que se pueda aducir sobre el facherío de tal o cual ciudad, lo cierto es que el españolismo es bastante civil de un tiempo a esta parte (qué fácil sería, por ejemplo, elevar la cuestión de la lengua española en las escuelas a la categoría sentimental de las creencias íntimas, y hacer una defensa cultural de la misma, y nadie serio lo hace). Si todo el mundo se relaja un poco, se pueden inventar muchas cosas para convivir mejor. Pero esto ya es muy largo.

    Curlyco (30). No quería decir que el pensamiento de Arendt no fuera autónomo de su alcoba. Sí que no es casual su fascinación con el irracionalismo romántico del que Heidegger era un heredero. Por qué Arendt puede ser más o menos superficial o acertada en su descripción del totalitarismo, o en su percepción de su propia sociedad alemana, nos lleva demasiado lejos.

  5. Podran decir lo que quieran pero quien no quiere dialogar con el que esta dispuesto y ofrece dialogo es simple y llanamente un mequetrefe.

    Zapatero no se merece una oposicion como la que tiene.

  6. Cicuta; francamente, has tenido mejores días.

    Cuando te preguntas «Â¿Por qué, sin embargo, la democracia no puede discutir sobre fronteras? ¿Por qué no hay reglas sobre cómo regular este conflicto?» estás planteando un dilema falso.

    La democracia (al menos, nuestra democracia) permite discutir sobre fronteras, y hay numerosas ofertas electorales al respecto; y, desde luego, prevé reglas sobre cómo regular este «conflicto» (que cerca te sitúas del maldito «contencioso»…), a través de las correspondientes reformas del rango constitucional adecuado. Me parece que estás interiorizando el típico discurso quejumbroso nacionalista del agravio.

    No; no discutimos si la voluntad de crear fronteras tiene o no espacio político en nuestro sistema (que lo tiene), sino si es razonable, atractiva o, simplemente, buena. Y yo soy de los que piensan que el nacionalismo no es bueno como fundamento de una fiolosofía o estrategia política.

    En tu post anterior pareces negar la posibilidad de crítica al nacionalismo… salvo desde otro nacionalismo contrapuesto o mayor. No; algunos pensamos que, en efecto, los inmigrantes deberían tener derechos políticos, que nuestro deber de solidaridad no acaba en Extremadura y que el progresivo abandono de los rasgos que definen el «carácter nacional» de los españoles no puede redundar sino en nuestro beneficio. Aspiramos, en definitiva, a que España se independice de sí misma. Europa es, para nosotros, un espaico atractivo como abstracción. ¿Quién se imagina a alguien que «muera» por la patria europea?

    El problema de nuestros nacionalistas periféricos es que no tienen suficiente éxito. La «discusión sobre fronteras» no le interesa al común de los ciudadanos, más preocupados por los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Como su proyecto no es atractivo, algunos nacionalistas matan para convencer a través de la violencia. Ya tuvimos nuestra dosis con Franco. Ahora otros asumen planteamientos estremecedoramente próximos.

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