Dos guerras

Frans van den Broek

Tenía los ojos de un azul intenso e inquieto que refulgía en todo su rostro, pero su expresión era agitada, acusatoria a ratos, alarmada incluso. Aunque habíamos hablado ya en varias ocasiones por razones profesionales -ella era desempleada y el que escribe era su persona de contacto en la oficina de apoyo social de Hilversum- seguía dirigiéndose a mí como «míster van den Broek», a pesar de haberle pedido varias veces que me llamara por mi nombre, en contravención de las reglas del trabajo, por cierto, donde cualquier signo de intimidad con los clientes era considerado un paso en la dirección del abuso o del conflicto de intereses. Me pareció, sin embargo, que ella necesitaba más cariño que dinero, un oído presto a escucharla, o palabras que la animaran antes que secas explicaciones sobre las leyes del país o los derechos que la amparaban. Míster seguí siendo, no obstante, hasta el momento en que dejé de verla, pues así parecía sentirse cómoda y así lo dictaban las normas.

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