El canto inacabado

Frans van den Broek

El día 6 de octubre falleció el poeta peruano Antonio Cisneros y la noticia, de la que me acabo de enterar, me ha entristecido y desasosegado. Las razones por las que alguien establece un contacto casi familiar con un escritor son varias, pero entre ellas no se puede encontrar la afición a adorar los ídolos falsos de la celebridad en este caso, pues Cisneros no era conocido como lo es Vargas Llosa o Bryce Echenique, y tampoco buscó serlo. Es conocido en Perú, por supuesto, pero me imagino que no por demasiada gente, dada la tendencia a la extinción que experimenta la poesía muchos lugares. Si bien escribió también ensayos y artículos, y era conocido como un miembro destacado de la intelectualidad peruana y como profesor universitario, su principal actividad, la identidad con la que se habría sentido más cómodo, me imagino, fue la de poeta. No un poeta profuso o ubérrimo, pues produjo pocos libros de poesía en una carrera que comenzó muy pronto, pero sí un poeta que creía, como diría Gabriel Celaya, que la poesía era un arma cargada de futuro, capaz de interaccionar con los lectores de manera no meramente estética, sino ética, política, incluso religiosa.

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