El agua y el oro

Frans van den Broek

Hasta donde se extiende mi memoria, el pueblo de mi madre, Celendín, siempre ha sido un pueblo tranquilo, despacioso, asentado en un valle interandino que debió ser algún día un lago, y cerca del torrentoso Marañón, uno de los afluentes más importantes del Amazonas. Los mayores contaban que durante los años treinta y también durante algunas de las tantas dictaduras que han engalanado la historia de la miseria política latinoamericana, hubo inquietud, arrestos, tal vez hasta tortura o ejecución sumaria. El Apra fue perseguido muchas veces en su larga historia política, y las historias de algunos viejos apristas fueron lo que para muchos habrán sido los cuentos de las abuelas alrededor del fuego y cimentaron mi propio territorio de leyendas y mitos. Mi madre recuerda que de niña, muy de cuando en cuando, se alteraba la paz pueblerina con el grito de “ya vienen los acaballados, ya vienen los acaballaos”, señal para meterse en casa raudamente y trancar las puertas, temblando. Los de a caballo eran los abigeos, los ladrones de ganado, los ocasionales rebeldes, los asaltantes de caminos, que venían a robar o simplemente a emborracharse y atemorizar a la gente. Pero desde que visito el pueblo, y me cuentan que lo hice por primera vez cuando tenía 9 meses, no ha ocurrido nada relevante, no ha habido acaballados, ni siquiera los años de violencia terrorista y contra-violencia alteraron la paz cívica o legal, pues dicha zona permaneció en relativa seguridad, a pesar de ser una de las más pobres del país. El evento más importante cada año es la fiesta de la Virgen del Carmen, oportunidad menos para piedades religiosas que para una conocida corrida de toros y épicas borracheras de los pueblerinos y visitantes (viven más celendinos fuera del pueblo que en él). Un pueblo tranquilo y modernizándose poco a poco, no siempre para bien.

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