El final de una cacería (jurídicamente impecable)

Barañain

Este pasado domingo, Santos Juliá, evocaba a Pascal y su descripción de «la miseria del hombre» para describir el mundo de la judicatura en España y analizar lo ocurrido con Garzón tras su paso “tras ser paseado» por el Tribunal Supremo. Se conocían ya tanto la sentencia sobre el asunto de las escuchas relacionadas con el caso Gürtel que acababa de expulsarle de la judicatura como el cierre de la estúpida causa abierta sobre unos cursos en la Universidad de Nueva York, cierre no menos malicioso que su apertura, a cargo ambos de un inenarrable juez Marchena. Escribía Santos Juliá: «(…) Los magistrados del Supremo parecen haberse confabulado para impartir a la sociedad la lección magistral que confirma una creciente sospecha: que en España, en lo que respecta a la administración de justicia, ni la razón ni el decoro valen como límites con tal de obtener el resultado previamente decidido».

Faltaba por conocerse la sentencia sobre la investigación de los crímenes franquistas. Su desenlace – la absolución de Garzón -, no modifica la sospecha que hacía suya Santos Juliá, aunque puede aliviar el descrédito internacional al que estaba abocado la justicia española con una sentencia condenatoria en este asunto «sensible». El editorial de El País de ayer presumía -con optimismo excesivo -, que con esta exculpación de Garzón «el Tribunal Supremo se absuelve sobre todo a sí mismo, porque evita llegar al final de la senda del descrédito». En realidad, no era descabellado prever que una vez conseguido el objetivo de la expulsión de Garzón, los jueces del Supremo empeñados en ello pudieran mostrarse «generosos», descartando hacer leña del árbol ya derribado, máxime si tal ensañamiento les iba a suponer un coste tremendo en imagen -evidente tanto dentro como, sobre todo, fuera de nuestras fronteras, por más que se empeñe en negar la evidencia el ministro Gallardón-, coste que no era ya necesario asumir.

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