Negra navidad

Frans van den Broek 

A cuatrocientos kilómetros al norte de Helsinki, donde me encuentro, no se divisa ni un gramo de nieve. Solo lluvia leve y empecinada, que humedece más el ánimo que la tierra, y afloja las raíces de los árboles, de modo que pueden soportar mal los vientos y hasta se caen, como ha ocurrido al frente de la casa donde me hospedo. Por estos días la tierra debiera estar congelada y cubierta de muchos centímetros o hasta metros de nieve, debiera ser posible caminar por las aguas del mar, no al estilo del milagroso Jesús, sino al de cualquier habitante ordinario de estos lares, acostumbrado a un universo blanco y silencioso durante todos los meses del invierno. En cambio, parece marzo, pero con menos horas de luz. Y si algo compensa la oscuridad invernal con su hermosura omnipresente, es la nieve, y es el frío también, vigorizante a menos diez, pero molesto y mediocre a cinco o siete grados. Auguro depresiones más severas y divorcios más amargos este invierno en Finlandia, pues casi todo el sur, desde donde me encuentro hasta las costas del mar Báltico, parece Francia, no Finlandia, pero sin los vinos y los ajos. Ni un gramo de nieve a la vista.

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