Me siento emocionado y, emocionado, me siento: emociones y realidad

Frans van den Broek

Aunque creamos lo contrario –por ingenuidad, por excesivo intelectualismo, por desidia- las emociones gobiernan buena parte de nuestras vidas. El primer problema que encontramos al analizar esta vieja cuestión es en buena medida  categorial. ¿Qué entendemos por emociones, a fin de cuentas? ¿El conjunto de sensaciones que percibimos internamente o que comparecen a nuestra conciencia para inclinarnos a algún estado u otro? Se han ofrecido numerosas definiciones, unas más adecuadas que otras, supongo, siempre inevitablemente vinculadas al marco teórico que pretende hacer uso de ellas, con mayor o menor objetividad. Todo el mundo sabe, sin embargo, qué entendemos por emoción cuando hablamos de ello, al menos en primera instancia. Decir que uno está triste o alegre no necesita de escolástica alguna. Más complicado se muestra el asunto si decimos que uno experimenta la emoción de lo sublime, por ejemplo, o las emociones que vienen aparejadas con la música o la poesía. Hay emociones que son universales; otras cuyo origen y cultivo es más bien cultural o local. Como fuera, desde que el hombre ha reflexionado sobre este tema, se ha constatado que las emociones tienden a colorear la conciencia y a filtrar la percepción de la realidad, en una medida u otra. Platón habló de ello en alegorías y palabras socráticas, Hume aupó las pasiones al asiento principal de la mente, la psicología moderna ha investigado ya con profusión los mecanismos por los que dicha influencia tiene lugar y las ciencias neurológicas no paran de publicar cerebros literalmente coloreados por escáneres, donde se muestra la actividad de cada zona durante momentos específicos.

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