Parar, templar y mandar

Dagfinn 

A Joaquín Vidal

 Ahora que comienza la Feria de abril y se aproxima la de San Isidro, es un buen momento para sacar los pies del tiesto y alejarme por un instante del psicoanálisis para permitirme alguna floritura folclórica.

 El origen de mi interés por la fiesta, o por la tauromaquia mejor dicho, lo puedo rastrear hasta en tres diferentes encuentros que guardo en mis recuerdos. El primero de ellos, casi insignificante, ocupa un lugar prominente por ser el más arcaico y menos definido de todos ellos; resulta que de niño, una de las tardes que pasaba al cuidado de mis abuelos, me encontraba en el despacho de mi abuelo, una habitación amplia y con suficientes recovecos misteriosos como para atrapar la atención de un niño. Uno de esos rincones que de tanto en tanto reclamaba mi atención era un mueble bar que al abrirse encendía una lucecita tenue y mostraba toda una gama de vasos de diferentes tamaños ordenados en varias filas, posavasos, varillas para agitar los combinados y, en definitiva, todos los artilugios que uno pueda imaginarse encontrar en un mueble de esas características. En la parte inferior se guardaban las botellas, y todo en su conjunto desprendía un olor suave y agradable que muchos años después reconocí y asocié al Jerez, Fino y Manzanilla. Aquella tarde, me fijé en la televisión, estaban retransmitiendo una corrida de toros a la que nadie prestaba especial atención. Por un breve instante, la faena reclamó mi interés y me fijé en el espectáculo. Poco tiempo después volví a mis quehaceres como barman.  Sigue leyendo