Lola en Nueva York

Melinda 

1. Chelsea

El primer verano en Nueva York  había sido duro. Lola recordaba un cielo plomizo como una constante en aquel mes de agosto  de calor asfixiante, húmedo y pegajoso al que no estaba acostumbrada. Los cubos de basura  enormes, metálicos y llenos de abolladuras lucían como extraños adornos en las sucias y estrechas aceras del Lower East Side.

En el interior del apartamento que le habían prestado, donde Lola se refugiaba al atardecer para hacer sus tareas de inglés, el ruido ensordecedor del aparato de aire acondicionado servía, afortunadamente, para sofocar el tumulto callejero, que podía pasar en unos instantes de un compadreo amigable y musical de los puertorriqueños del barrio – bebedores de cerveza o ron, sentados en sillas a la puerta de sus casas-,  a una vorágine de gritos y trifulcas. Cuando esto sucedía, la presencia de un coche de la policía y su estruendosa sirena solían poner fin a los atardeceres en aquel barrio, Chelsea, próximo a la Calle 14, ghetto de puertorriqueños, que se comportaban como si aún vivieran en sus pueblos de origen.

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