De módulos y modos: cómo asegurarse diversión hasta en tiempos de penuria

Frans van den Broek

Es el destino de casi toda teoría el convertirse en su propia caricatura una vez popularizado su uso. De esta fatalidad no están libres ni siquiera las teorías de la ciencia natural, si recordamos el uso que ha hecho el posmodernismo, por ejemplo, de los avances de la física, como el principio de incertidumbre o la teoría de la relatividad, más en apoyo de su propia (y no pocas veces arrogante) incertidumbre que de una legítima expansión del conocimiento natural. Los mismos científicos naturales han hecho a veces de sus teorías un dogma inmune a la crítica y de sus partidarios una secta –cualquier historia detallada del avance de la ciencia lo demuestra, incluso a escalas minúsculas: partidarios y enemigos de un protón o dos durante el proceso de oxidación metabólica, me viene a la memoria-, pero son sobre todo la psicología y las ciencias sociales las que han estado sujetas a este proceso de degeneración intelectual de manera más extendida, quizá por su cercanía al predicamento humano y la menor complejidad de sus fórmulas y argumentos. Este fenómeno es connatural a la formación de todo grupo en torno a un sistema de ideas, sin embargo, y es explicable en términos de condicionamiento y presiones sociales (aunque ya me veo cayendo en el mismo al usar estos términos), por lo que no debiera sorprender a nadie. El caso es que no sólo no sorprende a nadie, sino que lo olvidamos con frecuencia y somos presa del mismo una y otra vez. Y ni la inteligencia ni la erudición son suficiente salvaguarda, sino al contrario: un burro cargado de libros camina más lento que uno sin carga, y no es infrecuente que una mente entrenada y educada tenga más prejuicios y preconcepciones que una mente prístina de toda polución educativa. ¿Qué hacer entonces para evitar esta tendencia?

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