Vargas Llosa y lo marginal

Frans van den Broek 

Resulta inevitable, como peruano, comentar la reciente concesión del Nobel a Mario Vargas Llosa. Inevitable no tanto por su carácter noticioso, cuanto por el hecho de que ser peruano lo hace a uno proclive, a la vez, al derrotismo y a algo parecido a lo que Hume dio en llamar “entusiasmo”, referido a la religión. Recuérdese que Hume era agnóstico y se entenderá un poco más el tenor de lo que quiero decir. Ambos sentimientos son, sin embargo, fáciles de explicar. El Perú de los últimos siglos ha tenido poco que mostrar al mundo de lo que pudiéramos sentirnos orgullosos. Una larga historia de colonización, racismo, divisiones sociales, guerras civiles, dictaduras, terrorismos y simple estupidez humana nos han hecho escépticos en lo que se refiere a las bondades de la patria. Aparte de sonadas excepciones, no hemos regalado al mundo muchos logros científicos o humanísticos, ni ha ganado una selección peruana el Mundial de fútbol, ni aparece Perú a menudo en las listas de medallas olímpicas. Es cierto, allí estuvieron los Incas, con su organización sobrehumana, y la selección peruana de Voleyball, segunda del mundial alguna vez y Javier Pérez de Cuéllar, secretario general de las Naciones Unidas, pero son excepciones, como dije. Por ello, cuando ocurre algo como lo de este jueves último, la concesión de un premio internacional de gran prestigio como el Nobel a un peruano, el derrotismo se transmuta en éxtasis religioso y el complejo de inferioridad en orgullo casi satánico.

Así son los sentimientos tribales, dirá alguien con afinidad antropológica, y no andará demasiado lejos de la verdad, me imagino. De hecho, una de las personas más conocidas del Perú, conductor de un famoso programa de televisión, “El Francotirador”, y escritor de novelas también, Jaime Bayly, se apresuró a puntualizar que este premio no le correspondía a los peruanos, sino que era un logro individual de un gran escritor, algo muy al estilo de su talante irreverente e iconoclasta y algo, cabe señalar, muy peruano también, como su apellido inglés (o irlandés, vaya uno a saber). En general, por supuesto, el Perú entero se entregó al entusiasmo humiano y pudo sentirse orgulloso de algo más sustancial que el Pisco o los goles del delantero Pizarro en su equipo alemán. Reacción justificada, creo, por algo más también que la circunstancia fortuita de que Vargas Llosa haya nacido en este lado de las artificiales fronteras poscoloniales y no en Chile o Bolivia (país este último en el que pasó unos años de su infancia, por cierto). Y esto debido a que su obra le debe al Perú mucho más que el pasaporte, aunque quizá el verbo “deber” sea en este contexto un poco excesivo.

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