Frans van den Broek
Afuera ha empezado a llover con ese tipo de lluvia que le recuerda a Lima, de gotas finas bajo un cielo de un gris uniforme y cansino. ¿Qué estarÃan haciendo los patas que habÃa dejado en el Perú al partir a Europa, ahora ya casi veinte años atrás? HabÃa perdido el contacto con casi todos ellos, pero sabÃa de sus destinos por amigos, incluso por la prensa. Varios de ellos eran ahora directores de organizaciones no gubernamentales, médicos, dueños de clÃnicas, profesores en América. ¿Qué dirÃan si supieran que su viejo y promisorio amigo caminaba ahora bajo un cielo limeño en un barrio populoso de Amsterdam, comiendo nueces de estudiante, rumbo a un trabajo rutinario y funcionarial que podrÃa haber obtenido a los 20 años, como algunos de sus colegas, y con estudios elementales? Algunos de ellos no se lo creerÃan, como Gambirazio, con quien se habÃa topado por la calle la última vez que fuera a Perú y contado más o menos sus peripecias europeas en un sinfÃn de trabajos miserables, desde músico de calle a pegador de carteles, tras lo cual este se habÃa reÃdo, creyendo que Fernando lo estaba vacilando. ¿Se reirÃa ahora de saberlo consultor de desempleados, o lo mirarÃa con incomodidad, como habÃa hecho Fournier durante otro viaje, al saber que se ganaba la vida de músico en un restaurante? ¿Qué le habÃa pasado, se preguntarÃan, qué podÃa haber ocurrido para que el estudiante que se disputaban los departamentos de la universidad para que hiciera su master estuviera ahora arañando una existencia de semifuncionario de tercera clase? Tal vez lo atribuirÃan a la muerte de su padre, al gobierno de Alan GarcÃa que arruinó a la familia, a los años de estropicio juvenil. Poco importaba ahora en que Fernando entra al local, saluda con un par de chistes a la recepcionista, y se dirige a su escritorio pensando en que tenÃa que terminar el reportaje sobre Rafiri, porque le esperaban unos veinte más para esta semana, y ya se habÃa gastado una mañana entera dándole vueltas y atrasándolo.