Sistema de bienestar (III)

Frans van den Broek

La memoria de Fernando se desliza hacia su propia experiencia de convivencia y al evocar a su hija, con su trajecito de princesa para una de las fiestas de la guardería, se le llenan los ojos de lágrimas. Tres añitos, una princesita. Ya entonces, hacía 5 años, se le habían llenado los ojos de lágrimas también, pero de alegría al contemplarla tan bella, tan dulce, riéndose con sus amiguitos, corriendo por el cuarto lleno de gente, de juguetes, de globos de todos los colores. ¿Cómo se podía separar a un padre de una hija, sobre todo cuando se la amaba tanto como amaba él a su hija? Fernando había conocido a personas que dejaban a sus hijos sin resquemores, hasta aliviados. Esto podía escucharlo y entender el significado de las palabras, pero no podía comprenderlo en absoluto. Alguna vez había leído que no había dolor más grande que perder a un hijo y ahora se lo creía, como se creía la frase que afirmaba que era posible enloquecer de dolor. Fernando había estado muy cerca de perder la razón cuando un día la madre de su hija le llamó para informarle que se quedaría en Finlandia, adonde había partido en principio para una estancia larga, pero temporal. ‘No puedes hacer esto, Essi, no puedes’ había balbucido en el teléfono, incapaz de creerse lo que oía. Nadie, en su universo moral, quebrado para siempre aquel día, podía decidir quitarle su princesita a un padre adorador y entregado, nadie. La relación con la madre ya había en verdad colapsado y Fernando ya estaba a la busca de otra casa, a pesar de sus resistencias, de sus llantos y peleas, hecho al que ya se había resignado, pero que se llevaran a su hija a otro país, al fin de la tierra, eso no podía ser, era demasiado. Quizá Rafiri era un monstruo que había cometido crímenes contra la humanidad, quizá había pegado y amenazado a su mujer, pero al menos en esto podía comprenderlo, en el dolor que sentía por la separación de sus hijos, a quienes siempre afirmó querer.

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