Muerte de un disidente

Aitor Riveiro

La muerte del preso cubano Orlando Zapata el pasado 23 de febrero tras 86 días de huelga de hambre es una losa para todos los que estamos ansiosos de que al país caribeño llegue más pronto que tarde un sistema democrático real que permita a sus ciudadanos ser quienes quieren ser sin miedo y sin que el Estado decida por ellos. Es, además, un serio revés para quienes queremos, además, que Cuba sea lo que quiere ser sin la injerencia maquiavélica de las antiguas colonias y de los intereses comerciales y geopolíticos de uno cuantos poderosos, para quienes esperamos que el sistema sanitario cubano siga siendo el mejor de la región, por ejemplo.

Zapata, pese a lo que se ha dicho, no formaba parte del Grupo de los 75, un conjunto de disidentes cubanos que fueron detenidos en 2003 y condenados a severísimas penas de cárcel, sino que contactó con ellos en prisión, donde se sumó a la causa contrarrevolucionaria. No en vano, la ONU jamás incluyó a Zapata en sus listados de presos políticos.

Dejo al albur del lector el análisis de la metamorfosis de Zapata. No tengo el más leve indicio de que su paso a la disidencia no fuera real u ocultara intereses más o menos espúrios, pero tampoco puedo decir lo contrario. Simplemente, no lo sé. En cualquier caso, para el presente artículo la cuestión es indiferente aunque es preciso constatar la realidad de los hechos para que quede constancia de dónde está cada uno.
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