Frans van den BroekÂ
Por alguna razón que desconozco, que tendrá que ver con la mágica capacidad de la memoria para filtrar el pasado a nuestro gusto y desposeerlo de sus sabores más agrios, casi siempre que recuerdo la Lima de mi niñez la veo bajo el sol tamizado de los lugares costeños. Lima ha de ser una de las ciudades más grises del planeta, con cielos encapotados que duran por lo menos nueve meses y donde casi nunca llueve, sino que apenas garúa, dándole a la ciudad, como advirtió Melville en su tiempo, un aire melancólico colindante con lo horrible. Sin embargo, mis recuerdos se obstinan en engalanarla con el sol temperado de la costa pacÃfica, quizá porque cuando esto ocurre la ciudad atraviesa una transformación Jerkyll-Hydeana, de la atrabiliaria apariencia que adquiere bajo los cielos panza de burro (como suele decirse) que la cubren monótonamente casi todo el tiempo a la gloriosa insinuación de un modesto paraÃso creado por el sol en un lugar perdido de la costa este del PacÃfico. Lima, hay que decirlo, tiene muchos árboles (o tenÃa) y parques, y el mar del verano es una de sus bendiciones. Además, a mà no me tocaron los insufribles desiertos en donde han tenido que hacinarse los inmigrantes de la sierra desde los años sesenta, sino los cuidados y tranquilos barrios de Jesús MarÃa, Miraflores o San Isidro, algo que jamás agradeceré lo suficiente, a pesar que mi familia procedÃa de la sierra. En aquellos años ya se habÃa iniciado el largo proceso de movilización social que llevaron a Fujimori y al indio Toledo a la presidencia, algo de lo que mi familia ya se habÃa beneficiado con el debido esfuerzo (mi madre logró una beca que la convirtió en enfermera y asà conoció a mi exiliado padre holandés y el resto lo cuento en otro momento), por lo que mi inocencia infantil recibÃa el sol con embeleso y algarabÃa, y no, como imagino, con sofoco y desespero. La inmigración extranjera se habÃa iniciado muchos años atrás, sin embargo, y lo que quiero contar a continuación tiene que ver con la misma.