Eurovisión o la perplejidad del oyente

Frans van den Broek

Uno no debería dedicarle a este asunto más que un somero comentario en una tarde de copas con amigos, o tal vez una efusión de sobremesa más con el objeto de llenar el tiempo que de decir algo que sobrepase el nivel de los sonidos, pero de alguna manera el tema se impone a la conciencia como una vieja culpa o como una declaración de impuestos que no se acaba rellenar. A decir verdad, ¿qué hace uno mirando Eurovisión en primer lugar? Debo confesar que a pesar de la urticaria cerebral que me produce su contemplación y no obstante mis denodados intentos de ausentarme para el mundo en el día de gracia de su celebración, año tras año me veo inevitablemente enfrente de la televisión para regalarle a Cronos las tres horas que cuesta enterarse del ganador, tras haber soportado a los representantes de la nueva Europa perpetrar sus engendros musicales. Confieso que, además, disfruto del proceso, opinando sobre las canciones, haciendo apuestas sobre posibles ganadores y, al final, comprobando durante la fiesta democrática de la votación que los bloques culturales europeos son cualquier cosa menos papel mojado y que la estética y la democracia no son categorías siempre bien avenidas.

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