Muerte de un ciclista

Barañain 

Ocurrió a finales de diciembre, al poco de comenzada la intervención israelí contra Hamás en  Gaza. Sucedió en Mosul, en ese atormentado Irak del que estamos ya acostumbrados, hasta la saturación, a relacionarlo con el correr de la sangre, con la violencia sin fin, con el fanatismo que escapa a cualquier lógica.  Una de las numerosas manifestaciones de protesta contra el ataque israelí que se sucedían en el mundo árabe en esos días se vio brutalmente interrumpida cuando un hombre sobre una bicicleta se hizo explotar en medio de la multitud airada, correligionarios suyos, provocando su propia muerte y heridas a diez y seis personas.   

 

Esta espantosa técnica, legitimada por los dirigentes religiosos en el mundo árabe como arma contra Israel, se volvía así, de forma tan atroz como estúpida, contra los árabes que se manifestaban por los bombardeos israelíes sobre Gaza.

 

La autoinmolación de combatientes (entre sus enemigos, que no entre los propios) que tanto desconcierto creó entre sus potenciales destinatarios,  ha sido un recurso utilizado -de manera discontinua- por el terrorismo fundamentalista islámico, sobre todo en Israel y en Irak, tras la ocupación de ese país. Algo sólo posible en el caldo de cultivo de un fanatismo extremo que propicia y anima a «no descansar y no abandonar la senda de la yihad y del martirio”. Un empeño macabro de cuya inoculación  ni siquiera se han librado los niños; en una entrevista de la BBC (20/07/01) se jactaba de ello un consejero palestino del «Campamento del Paraíso»: «Estamos enseñándoles a los niños que las bombas suicidas causan pavor a los israelíes y que nos está permitido hacerlo…Les enseñamos que después de que una persona se convierte en un detonador suicida alcanza los más altos niveles del paraíso».

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