José Tomás

Ricardo Parellada

No se oye un alma en el tendido. Hombre y bestia jadean. Mirada y sangre. Son las cinco de la tarde. En la memoria de todos la tarde gloriosa del 6 de junio. José Tomás, el gladiador, volvía a la catedral del toreo para culminar una faena romana y extraterrestre. Cortó el aire y el aliento de todos con un gesto. Danzó, giró y mató de forma indescriptible. Y entonces reventó la plaza. La furia de Aquiles y la cólera de Dios encendieron las vísceras de un público alzado en el delirio. José Tomás, el gladiador, salió por la puerta grande agitando cuatro orejas, pero el público enardecido reclamaba también el hígado y el bazo de las bestias muertas.

En la memoria de todos la tarde gloriosa del 6 de junio. Pero hoy la gloria se ha teñido de sangre. No se oye un alma. El hombre y la bestia se miran y jadean. El hombre y la bestia están bañados en rojo. Un manto de sangre riega el lomo de la bestia negra. Una lengua de sangre de toro y sapiens tiñe de gloria y muerte el chaleco del héroe. La sangre conserva el pálpito humano y el latido animal y se desliza por los brillantes del traje. El hombre jadea, pero no se dobla. El cuerno del toro le ha rasgado el intestino y se lo ha vuelto a rasgar, pero se mantiene en pie desafiante y orgulloso. La sangre que tiñe su cara y su cuerpo excita al toro y enloquece al público. El matador desafía al toro, a la muerte y al cielo.

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