Frans van den Broek
I
Mi primer encuentro personal con un sistema de creencias religiosas que hoy en dÃa muchos no dudarÃan en cualificar de fundamentalista –aunque la categorización no serÃa del todo correcta- ocurrió durante mi primera juventud bajo los cielos grises del invierno limeño. TendrÃa por entonces unos 17 o 18 años, y nada me habÃa preparado como para escuchar un mal dÃa de labios de mi amigo más cercano de entonces que se habÃa hecho miembro de una secta religiosa en la que el lÃder, un conocido profesor universitario de sociologÃa, afirmaba conversar con Dios y cuyas exigencias de total entrega a la fe me parecieron propias del medioevo. Perú era entonces un paÃs calmadamente uniforme en materia religiosa y bastante laxo en el cumplimiento de los preceptos católicos –comenzando por quienes debÃan dar el ejemplo, los egregios lÃderes de la nación-, de modo que comprobar que mi viejo compañero de infancia, con quien habÃa compartido el colegio y a quien me unÃan toda clase de intereses comunes, de pronto se habÃa hecho sectario fue casi como enterarme de una traición. ¿Él, con quien tantas conversaciones sobre la necesidad de la liberación de los yugos del pasado habÃamos tenido, con quien nos habÃamos emborrachado tantas veces, con quien Ãbamos en busca de mujeres a cuanta fiesta se pusiera en el camino, quien tenÃa una inteligencia más que saludable y una sensibilidad artÃstica superior a la media, él, de entre todas las personas, haciéndose miembro de una secta, conminándome a dejar a Jesús entrar en mi corazón, repitiendo como cacatúa fórmulas moralistas y escatológicas?