Sangre y lenguaje

Andrés Gastey

Cuarenta años de violencia terrorista no pasan en balde. Van dejando ausencias y cicatrices. Ninguna secuela puede compararse con el dolor de quienes han padecido en carne propia, o en la de sus seres queridos, el zarpazo de otros que creen justo matar o mutilar por una idea; pero el terrorismo forma parte de nuestras vidas desde hace tanto tiempo que ha acabado afectándonos a todos en una u otra medida. La violencia no sólo envilece a quien la ejerce. Tiene una fuerza expansiva que corrompe y contamina aquello que toca. El veneno que inyecta en la sociedad posee efectos directos bien conocidos y otros secundarios más recónditos. El lenguaje ha experimentado estos efectos secundarios.  

Los españoles fuimos ya antes testigos y partícipes de la subversión del lenguaje. La dictadura construyó una narrativa abyecta que caló hasta el fondo de nuestros huesos. “Siempre fue la lengua compañera del Imperio”, nos decían citando a Nebrija, y eso justificaba las persecuciones y tropelías del “hable usted en cristiano”. Cautivo y desarmado, sin novedad en El Alcázar, caballeros mutilados, tercio de familia, sindicato vertical, conspiración judeo-masónica, sequía pertinaz, oro de Moscú, contubernio, disponible gubernativo pendiente de depuración, gloriosa cruzada… La dictadura incrustó el castellano de miserias que nos está costando dios y ayuda limpiar.

 

Con la democracia pudimos aspirar a reconquistar el sentido auténtico de las palabras, pero la pervivencia del terrorismo las ha deformado y pervertido otra vez.

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