De cómo Umbral fue abducido por Pedrojota

Verlitas

Y, sin embargo, aquella mañana volví a encontrármelo en la barra del Oliveri­:

 -Coño, ¿no te ibas con los de Bocaccio?
-Eso pensaba ayer…, pero no voy.
-¿Se ha suspendido el crucero?

Sacó el pañuelo para desempañar las gafas y tenía mojados los ojos.

-Pincho…, Pincho está enfermo.
-Bueno, ya sabes lo que son las enfermedades de los niños, muy aparatosas, pero después se quedan en nada -procuré tranquilizarlo.
-Pincho está muy grave… Leucemia…

Luego de los cristales se secó dos lágrimas. O más. Cuando un hombre inmensamente alto llora, todos, incluso los inmensamente bajos, lloramos o callamos. Me callé. Me quedé sin habla, no sabía qué decirle. Mojé el croissant en el café con leche y removiéndole, susurré sin mirar a Paco por no verle el llanto:

-La medicina avanza mucho, continuamente se producen descubrimientos.
-Ésa es mi única esperanza, que el niño aguante hasta que…

Mi padre estaba suscrito al ABC, más que nada por leer a César González Ruano. Y yo. Pero un díaa César, tosiente y medio tísico, se marchó fulminado por un infarto de nicotina que se había trabajado afanosamente a lo largo de una vida intensa de tabaco. Ruano falleció y al poco mi padre descubría en La Región unos artículos distribuidos por la agencia Colpisa y firmados por un tal Francisco Umbral. Y enseguida supimos, mi padre y yo, del articulista desbordante de mala leche y palabras nuevas, también de palabras viejas pero resucitadas, revividas, una vez rescatadas por aquel alquimista de palabras que se ocultaba tras el nombre de Francisco Umbral y que con las palabras hacía música. Era la música de un sordo genial que jugaba con la sintaxis como si cada línea fuera un pentagrama. Después de todo, también Beethoven era sordo y, sin embargo, genial. El caso es que aquel piernas de Piñeira de Arcos llega a Madrid y no tarda en verse desayunando todas las mañanas en Oliveri, que era una heladería luminosa de ventanales y procaz de pubescentes en minifalda, sita en La Castellana, entonces Generalísimo, a la altura de Doctor Fléming, calle de putas. A veces la climatología era generosa y entonces desayunábamos en la terraza:

-Vamos a la terraza, que se ven piernas.
-Y bragas.

Y nos emborrachábamos de piernas. Y de bragas. Si nos petaba hasta pedíamos un helado de dos gustos, de braga y pierna. Con Umbral era imposible no hablar de mujeres. Y uno se dejaba llevar, los de pueblo siempre hemos sido muy sacrificados y no me hacía nada remilgoso. En un desayuno de piernas me dijo tras mojar una braga en el café con leche:

-Mañana no vengo, me largo por unos días a un crucero que organiza Bocaccio. Sigue leyendo