Saldo provisional

Ignacio Sánchez-Cuenca

Con este artículo cierro la serie que inicié hace algunas semanas sobre el proceso de paz. Hasta el momento he tratado tres cuestiones: en qué consiste un proceso de paz, el falso dilema entre negociación y derrota, y las razones de que haya fracasado por el momento el proceso de paz. En esta última entrega quisiera comentar si, a pesar del fracaso, valía la pena o no embarcarse en esta aventura. La base sobre la que se construye la expectativa de que es posible llegar a un acuerdo dialogado sobre el fin de la violencia es de sobra conocida: ETA deja de asesinar a partir de junio de 2003, aunque sigue colocando bombas de potencia baja o media con aviso previo, sobre todo en los meses inmediatamente anteriores a la declaración de alto el fuego permanente. Quienes desde el principio se opusieron al proceso, han insistido en que el resultado estaba cantado, puesto que ETA siempre aprovecha las treguas para re-armarse y engañar al enemigo. Dicho con esta contundencia, parece que tiene que ser verdad. Sin embargo, sólo ha habido dos casos comparables en el pasado, la tregua de tres meses de 1989 para posibilitar las conversaciones de Argel y la tregua de Lizarra, que duró desde septiembre de 1998 hasta noviembre de 1999. Dos casos no son tantos para hacer generalizaciones lapidarias. De esos dos casos, es dudoso que la tregua de 1989 fuera una pausa para rearmarse. En aquellos años ETA estaba muy fuerte y no tenía necesidad de parar. Por lo tanto, el único precedente real es el de la tregua de Lizarra. Concluir que porque aquella tregua fracasó, ésta también estaba condenada al fracaso no tiene demasiada lógica.  

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