Guatemala o la ley del silencio

GCO

Imaginen que Hitler no hubiera muerto. Que, por alguna de esas cosas inexplicables de la geoestratégia política, las potencias hubieran decidido, por aquello de una “transición democrática�, simular que ignoraban sus crímenes. Que todos los años por Navidad se reuniera con sus grandes amigos Goebbels y Himmler. Que viviera en Polonia, tal vez en algún lujoso castillo cerca de Auswitch, donde disfrutara de una dulce jubilación, ufano y contento. Los residuos de las antiguas SS, oficialmente desmovilizadas, cercarían a judíos, gitanos y socialistas, amenazándoles de muerte si revelaban dónde se encuentran esas tumbas masivas de sus víctimas. De vez en cuando, saliendo de su retiro espiritual, deleitaría al público con alguna perla dialéctica con la que explicaría las imperiosas necesidades históricas que le obligaron a actuar como actuó. Sin ningún remordimiento. Puede que en algún momento un impertinente extranjero juez trataría de encausarlo, pero el antiguo Fürer encontraría en la justicia de su país a su mejor aliado. Una historia difícil de digerir en pleno siglo XXI.

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